El dilema contramayoritario ¿Cuánto poder radicar en las mayorías?
¿Cuánto poder y cuántos y cuáles límites debiera tener la mayoría política? Para algunos, la protección de la libertad y de la autonomía individual, unido a la natural tendencia de todo poder a agrandarse y a corromperse, aconsejan que la Constitución divida y limite al máximo al poder político. Para esta línea de pensamiento, el genio de una Carta Fundamental está en entregar cuotas diversas y equivalentes de poder a distintos poderes (al menos, legislativo, ejecutivo y judicial), estableciendo pesos y contrapesos, de tal manera que ninguno prevalezca y la libertad quede a salvo. Para otros, la genialidad de un texto constitucional consiste en dividir funciones, pero sin llegar a impedir que las mayorías, representativas del poder soberano del pueblo, puedan llevar a cabo sus programas políticos, cuando estos son aprobados en elecciones competitivas.
La idea misma de Constitución, desde sus orígenes, resulta casi indistinguible con la de dividir el poder político entre varios órganos, entregando facultades diversas a cada uno, para así evitar la tiranía. Lo que no es tan claro es a quien corresponde interpretar e imponer la Constitución para dotarla de eficacia. Para los partidarios de controlar al poder y así asegurar la libertad y las esferas de autonomía individual, el poder de hablar por la Constitución, de imponerla con fuerza vinculante, debe radicar en uno o más tribunales, nunca en los poderes políticos, pues ello equivaldría a dejar a los conejos al cuidado de la huerta. Para los que abogan por una democracia de mayorías, en cambio, la pregunta es quien controla a los controladores. Argumentan que esos jueces terminan imponiendo sus propias preferencias y, por lo mismo, la interpretación y ejecución de la Constitución debe corresponder fundamentalmente a los poderes electos y políticamente responsables, pues sólo así se asegura la soberanía popular.
Ciertamente caben muchas posiciones intermedias. En general, hay consenso que las reglas que atribuyen las competencias de cada órgano, lo que cada poder puede y no puede hacer, sus límites, le deben ser exigibles por otro poder, pues la tendencia natural de cada institución es a aumentar el suyo. Así, con las reglas de competencia, hay un cierto consenso. El problema que más suscita debate se da con los principios y derechos que la Constitución asegura y consagra con un lenguaje más o menos abierto, como puede ser la dignidad humana, el bien común, la justa retribución por el trabajo, el derecho a la salud o el justo procedimiento. Hay quienes piensan que ese lenguaje constitucional es tan impreciso, que no es bueno que, en su nombre, se impida a las mayorías una determinada decisión legislativa, pues cualquiera que fije el sentido de esas palabras abiertas, inevitablemente estará imponiendo sus propias concepciones y preferencias. Si se trata de jueces, no será el derecho el que controle la política, sino esos jueces quienes impondrán su ideología. Para otros, si las personas no pueden reclamar el imperio de la Constitución, aún contra las mayorías, entonces la Constitución pasa a ser un papel sin fuerza ni imperio.
¿Dónde trazar la línea de lo que un ciudadano o la minoría política puede imponer o impedir a las mayorías políticas en nombre del derecho y de los derechos? ¿Hasta dónde el poder debe quedar controlado por el derecho? ¿Hasta dónde y en qué respectos quienes escribieron o quienes escriban una Constitución tienen derecho a imponerse a futuras mayorías políticas?

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